miércoles, 17 de diciembre de 2014

BUSCANDO UN TÍTULO




Hace unas semanas escribí esta historia para una persona a la que tengo especial cariño... ella ya la ha leído y me apetece que vosotros también la leais. Busco un título para ella... se aceptan sugerencias!!! ;) Ahí va...

2014…
Diego Alvarado dio otro trago a su whisky, se reclinó en su asiento y volvió a mirar por la ventanilla del avión que lo llevaba desde Nueva York hasta Uruguay. El día siguiente se reuniría con su contacto en aquel país, un tipo al que no conocía en persona pero que tenía tan pocos escrúpulos como él y con el que esperaba firmar un acuerdo para incorporar a su imperio de joyería unas nuevas piezas que habían aparecido cerca de la ciudad de Artigas; unas exclusivas ágatas de un color tan raro como maravilloso que distaban mucho de las que se comercializaban en el resto del mundo. Diego nunca se habría conformado con menos: nadie se hacía tan rico como él haciendo lo mismo que hacían los demás… Había pasado veinte largos años elaborando las más fabulosas joyas cuya base eran las amatistas de Amatitlan y creía que había llegado el momento de cambiar un poco el rumbo y hacer de las ágatas su nueva fuente de ingresos. Una sonrisa lobuna apareció en su rostro, nada era tan importante como el dinero y él sabía mejor que nadie que no siempre se conseguía de una manera limpia. Pero… ¿a quién le importaba eso? La sociedad de Nueva York lo admiraba y envidiaba, tenía en su cama a las mujeres que quería y se deshacía de lo que le molestaba con solo chascar los dedos. Sin embargo, no siempre había sido así… Si bien es cierto que en la actualidad vivía en la élite, nadie conocía sus inicios… Y, desde luego, estos habían sido duros. Diego se removió incomodo en el asiento; pocas veces pensaba ya en aquel pasado… pero en ocasiones, la conciencia picaba y aquella era una de esas ocasiones. Encendió su Ipad y abrió la edición digital de un importante periódico. Empezó a leer intentando relajarse, pero le fue imposible…. resignado, volvió a apagar la tablet y miró de nuevo por la ventana. Su mente viajó en el tiempo… veinte años atrás.

Veinte años atrás…
Hacía frío en la mina. Nadie lo diría estando en el estado de Guerrero, en México, pero en las profundidades de la montaña no existía el tiempo tropical. Tampoco sabía cuando era de día y cuando de noche… Llevaba varias semanas sin salir a la calle. Dormía cuando tenía sueño y cuando tenía hambre comía pan y algo de queso rancio que algunos de sus compañeros le llevaban de vez en cuando. Las heridas de las manos le escocían como rayos pero no lloraba. Era mejor trabajar en la mina, “El Cinturón de Oro”, que haber murto a manos de cualquier banda criminal como lo habían hecho sus padres. Todavía podía oler la sangre que había en sus cuerpos cuando encontró los cadáveres. Aquel día, había dejado la que había sido su casa y todo lo que conocía, había agarrado una vieja mochila con alguna foto de su familia y había caminado durante días hasta llegar a la entrada de un yacimiento donde varios hombres bebían cerveza y reían demasiado alto. Uno de los hombres le ofreció un trago que Diego aceptó, se sentó con ellos y les escuchó hablar sobre las amatistas que recogían en aquella mina. Los hombres hablaban bien de aquel trabajo, por lo que el chico pensó que quizás ese fuera un buen sitio para quedarse. Con lo que Diego no contó fue con que el empleado del gobierno que dirigía aquella expedición le iba a dar un puesto en la mina completamente alejado del resto, en un lugar casi sin ventilación y al que ninguno había llegado antes. El chico tenía el tamaño y la agilidad perfecta para acceder a zonas recónditas de la cueva y encontrar más amatistas. Los primeros días Diego trabajó feliz. El descubrimiento de aquellas piedras le hacía sentir importante, se emocionaba cuando sus manos escarbaban un poco más y los reflejos de esa maravilla de la naturaleza se mostraba ante sus ojos. Alguna vez hablaba con el hombre que se encargaba de recoger, en el inicio del túnel, la mercancía que Diego sacaba de las rocas. El hombre parecía melancólico y al chico le caía bien porque gracias a él aprendió que las amatistas que él recolectaba se originaban de las venas de los depósitos de oro y hierro que cruzaban el estado de Guerrero. De ahí el nombre de “Cinturón de Oro”. En alguna ocasión, Diego le contó el trágico final de sus padres y aquel hombre que nunca dijo su nombre le aseguró que aquella zona, también productora de opio, era demasiado peligrosa; estaba llena de increíbles pero mortales bellezas. “¿Quien sabe?”, -le dijo al joven- “Tal vez estas maravillosas amatistas por las que la gente ricas se pega provengan de los muertos que han caído en estas tierras. ¿No ves el hermoso color sangre que hay en la base de las piedras?”
El hombre nunca regresó. En su lugar, un treintañero presuntuoso y soberbio recogía todos los días las piedras que Diego conseguía encontrar. El nuevo nunca parecía tener suficiente mercancía y exigía al joven más y más piedras. Fue entonces cuando Diego comenzó a sentir el frío y el dolor en sus extremidades y comenzó a pensar en la posibilidad de huir de allí y buscar una vida mejor. ¿Pero cómo? No tenía dinero, no conocía a nadie y ni siquiera sabía qué había más allá de su pueblo natal.
Una noche, en un estado de semiinconsciencia halló la solución. Nunca supo si la soñó o la averiguó por si mismo. Pero funcionó. Durante varios días trabajó más rápido que nunca, buscaba y encontraba amatistas pero no todas llegaban a manos del recogedor. En un pequeño compartimento de su mochila iba guardando algunas de las piedras más bonitas que encontraba y tenía la certeza de que jugaba con ventaja: nadie podía saber el volumen de piedras que había en aquellos recovecos, por lo que tampoco podrían saber si él se quedaba con algunas.
Nunca supo qué fue lo que le delató, tal vez el afán por escapar de allí o la excitación de saber que pronto empezaría una nueva vida le llevó cada vez a guardar más piedras y entregar menos al trabajador del gobierno. No se dio cuenta hasta que en algún momento, mientras sonreía al ver su tesoro, sintió la punta de una pistola en su nuca a la vez que la desagradable voz del odioso secuaz del régimen resonaba en sus oídos: “acabas de firmar tu sentencia de muerte. En Amatitlan no queremos traidores”. Diego supo que era el final pero que si tenía que morir, lo haría matando. Con una tranquilidad que no sentía cogió una buena piedra que había a su derecha y sin tiempo para pensarlo, giró tan rápido que cogió totalmente desprevenido a su enemigo y le atestó una certera pedrada en la cabeza. El funcionario cayó desplomado al suelo y Diego, sin pararse siquiera a comprobar si el tipo seguía respirando, cogió su mochila repleta de amatistas y salió corriendo de allí.
Los meses que siguieron su huida de Amatitlan fueron duros, quizás los más duros de su vida. Trabajaba en lo que le salía, avanzaba por el país haciendo autostop, dormía donde le caía la noche y nunca pasaba más de dos días en el mismo lugar. Cuando conseguía dormir, los sueños le atormentaban. Probablemente había matado a un hombre y tendría que vivir con la culpa para siempre.
Su vida fue avanzando y consiguió, a base de mucho esfuerzo y de mucha burla a la policía, cruzar la frontera de Estados Unidos. Allí empezó a conocer a gente importante y, con las amatistas que había robado al gobierno mexicano, comenzó a trabajar en el mundo de la joyería hasta conseguir hacerse un hueco en la industria y un pasaporte de ciudadano americano.
A medida que aumentaba su cuenta bancaria, disminuían sus escrúpulos y conseguía, cada vez más y mejor, callar la voz de su conciencia…

2014…
Finalmente no le había ido tan mal y no entendía porqué estaba tan nervioso en aquel momento. Es cierto que no le gustaba salir de la zona de confort que le proporcionaba su círculo de Manhattan, pero por trabajo había recorrido muchas partes del mundo: China, Tailandia, Sudáfrica…
Cuando el avión aterrizó por fin en el aeropuerto de Montevideo, Diego aligeró los trámites de recogida de equipaje y búsqueda de un taxi para llegar cuanto antes al lujoso hotel en el que se alojaría. Una ducha rápida, una cena ligera y un sueño reparador era todo lo que necesitaba para calmarse y olvidar todos los recuerdos que se habían agolpado en su cabeza durante el interminable viaje.
Por la mañana se despertó como nuevo y con el tiempo suficiente para acudir a su cita. Se puso su mejor traje, su corbata favorita y llamó a recepción para que le pidieran un taxi mientras él desayunaba.
Con una puntualidad británica, a las 11 en punto de la mañana entraba en el número 25 de Bulevar Artigas, un edificio moderno y minimalista que le recordó bastante a su propia oficina de Nueva York. Tras cumplir los trámites de rigor, una preciosa rubia lo acompañó hasta la oficina del jefe y lo anunció: “Señor Castellanos, ya está aquí el americano al que esperaba”. Diego siguió a la rubia mientras salía y cerraba la puerta del despacho y finalmente se volvió hacia el tipo que lo estaba esperando. Un escalofrío recorrió su espalda cuando miró de frente al tal Castellanos. Esos ojos lo habían perseguido durante veinte interminables años… los ojos que él creía haber matado…
-Diego Alvarado-, sonrió cínico Castellanos- Volvemos a encontrarnos….